Se calza el sombrero, muerde sus labios
y queda inmóvil frente a los ornamentos.
En el cielo sobre su cabeza convergen los murmullos,
un coro de fantasmas se burla de su indecencia.
La iglesia de enfrente lo observa con desgano,
mientras un cosquilleo en las manos lo impulsa
a robar agua bendita.
¡Mal no le haría lo divino!
Se acerca el camión roncando castigos.
Las cajas y bultos anticipan aventuras,
audaces se asoman los zapatos de tacón.
Sus dedos escudriñan buscando la mascarilla
para esconder su deshonrado amor propio.
El fastuoso sillón de emperador lo alienta.
Pero todo sucumbe ante el impertérrito fiscalizador.
Las cajas se entregan sonrojadas,
los bultos lo miran como insecto
y sus sueños optan por esconderse.
Comienza a caminar,
anestesiado,
sin castillos ni locura,
sin los zapatos de tacón,
con la cara tapada
rumbo al infausto destierro.
Emilia Montes
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